El cuerpo es el cartel
Coraima Mena (Sinaloa, 1999)
Artista visual y estudiante de sociología por la UNAM. Su trabajo aborda la violencia, el cuerpo, la memoria y el género. Actualmente es becaria de Jóvenes Creadores FONCA (2019-2020) con su proyecto Ciudad de los carteles
Cuando era niña desaparecí por menos de media hora. Era un desfile por el 20 de Noviembre. Las profesoras nos sacaron de la primaria y comenzaron a organizarnos en filas. Entre tanta gente perdí de vista a mi abuela y a mi mamá, así que tuve mucho miedo. Recordé lo que ella me había enseñado, Si te pierdes en el súper, busca a la encargada del micrófono para que vocee tu nombre y pueda encontrarte. Pero no era ningún súper, era la calle. Me le acerqué a una señora, a como pude le di señas de que no encontraba a mi familia y ahí me refugié por los siguientes cinco minutos. Mi mamá dice que fueron más. A lo lejos escuché su voz gritando mi nombre, abriéndose paso entre la gente y fue cuando pudieron hallarme.
Como esta, existen otras historias en todas las familias. Mi abuela sigue contando la anécdota como la vez que te me perdiste. A pesar de que creo que en ningún momento corrí peligro, la imagen de ellas dos nombrándome entre tantas personas abrió la posibilidad de que yo no volviera, se convirtió en el primer momento, el de nombrar gritando, en el gesto corporal de buscar.
Salir a la calle y pegar un cartel es un ritual: elegir entre sus fotos de facebook la selfie de tu hija, rebautizar a tu madre con el apellido Desaparecida, imprimir cientos de veces el rostro de tu hermana, caminar largos tramos ubicando hospitales, albergues, prostíbulos, para enmarcar sus retratos con cinta canela.
Los volantes con la inscripción SE BUSCA perciben el paso del tiempo, volviéndose dualidad, observan y, a veces, son observados. Van mutando con la intervención del testigo, compartiendo un mismo espacio y lenguaje con el resto de los avisos pegados en los muros. En el proceso son rayados, arrancados, borrados. La basurización de estas imágenes es, quizá, una de las últimas formas de violencia que enfrenta una persona desaparecida. Se trata de una múltiple desaparición.
Cuando comencé a documentar las fichas que se ocultan detrás de las paredes, me di cuenta que dentro de esto existe una paradoja. Algunos de los anuncios que se superponen a los carteles de desaparición, como vacantes de empleo, préstamos de efectivo, grupos de adicciones o dizque empresas para interrumpir embarazos no deseados, están directamente vinculados con la desaparición de niñas y mujeres. Sin embargo, este modus operandi no forma parte de todos los casos. En Sinaloa hierven las desapariciones de mujeres como un estrago inmediato de los conflictos entre cárteles del narco. Algo así como si la guerra la hicieran ellos y la sangre cayera como una gotera sobre nuestros hombros.
Como lo dice Rita Segato en La guerra contra las mujeres, la violencia se escribe en el cuerpo de ellas, somos el bastidor en donde se exhiben las marcas. Y la huella más violenta es la que se esmera por no verse y que aun así quema. No basta con el acto brutal en sí mismo de que un comando armado de hombres encapuchados te suba a su camioneta. La crueldad nos engulle a niveles desbordantes cuando las mujeres desaparecidas son después halladas calcinadas, enterradas, para no volver a ser vistas, para no reconocerlas más.
No las nombren nunca en pasado
El borrado del cuerpo es el borrado de la identidad. En medio de su ausencia, nuestras desaparecidas son convertidas en papel, en cartel, y en él se externaliza la violencia cuando es manipulado, pero también cuando se le ignora. Los cuerpos no desaparecen una sola vez. Lo hacen dos, treinta, cincuenta veces. Pienso que la primera vez no es la única que cuenta.
La desaparición es un esfuerzo por eliminar todo rastro, todo indicio de que ahí hubo vida. Comencemos a mirar los carteles de búsqueda como una extensión de un cuerpo vivo, un cuerpo al que en algún rincón del mundo una madre le llora. Hay que voltear a ver sus selfies, porque detrás de esa foto sonriente y despreocupada, ellas nos siguen con su mirada impresa en tinta negra en cada calle que cruzamos.
La seña particular de Mayra Guadalupe es que siempre se está riendo, también tiene una pequeña cicatriz debajo de la barbilla que se le formó cuando de niña se cayó jugando con unas zapatillas. La comida favorita de Rosa Esthela es un platillo de un restaurante de comida china, también tiene una fractura en su brazo izquierdo de cuando se accidentó siendo porrista. El olor a flores de Zumiko Lizbeth continúa impregnado en toda su ropa, además tiene un tatuaje en su espalda de cuatro pajaritos, uno de ellos volando.
Las mujeres no desaparecen, son desaparecidas. Todas ellas son cuerpos vivos mientras las sigamos buscando.
“Proyecto beneficiado por el Sistema de apoyos a la creación y a proyectos culturales (Fonca)”