No hay luz sin esperanza

Este relato por Rulo Zetaka se espejea con la ilustración realizada por El Dante Aguilera quienes trabajamos en colaboración desde hace algunos años y nos inspiramos en movimientos sociales que nos trastocan y con quienes caminamos. En esta ocasión miramos hacia la lucha cotidiana de las rastreadoras en Sinaloa, México. Este trabajo fue realizado para Global Organized Crime Index (https://ocindex.net/) y Global Initiative Against Transnational Organized Crime (GITOC)

Una piedra pequeñita sale impulsada en dirección sur, se siente volar y rueda hasta detenerse. Lo que le parecen dos grandes montañas se acercan y la vuelven a patear con menos fuerza, la piedra se va danzando en el aire y en la tierra durante lo que le parecería una eternidad, desde nuestra mirada son algunos cientos de metros. Las montañas son en realidad botas ajadas que los pasos sobre los pasos de más pasos las hicieron desgastarse hasta mimetizarse con el suelo y aparentar, para los pequeños seres que habitan la superficie, un par de pedruscos enormes que vuelan sobre sus cabezas.

Una mañana de abril, Nere había despertado como cualquiera de los últimos 533 días, como si la noche y el día se traslaparan y cuando por fin decidían concluir se adherían en las bolsas que cuelgan debajo de sus ojos. Siempre había sido igual, con noches que se vuelven días y días que se vuelven noches en espera de que algo pase. Se lavó la cara y se miró a los ojos en el espejo, largo rato, le recuerdan tanto a él que se queda absorta en su propia mirada. Algunas gotas se desparraman sobre el pequeño espejo del baño que su afición por lavarse con agua muy caliente había dejado empañado y ahora que escurría pensaba que al menos su reflejo tenía aún fuerza para humedecerse los ojos.

Un huevito revuelto acompañado de tortillas hace de desayuno junto a un café hirviendo que le escuece los labios mientras observa la mesa que otra vez está vacía pues los chamacos ya se fueron a la escuela. Ella terminará de organizar todo en la cocina agradeciendo que la comadre pudo llevarlos hoy porque seguro a ella no le iba a dar el tiempo. El mantel plástico, el florero verde, los botes de yogur con frijoles, lavar las tazas, cuidarse del plato despostillado al enjuagar y darse cuenta de que todo sigue siendo, casi, lo mismo. Cuando termina tiene húmedas las manos y la parte frontal de la ropa, se empapó como siempre y agradeció el agua fría refrescándole, aunque tuviera que cambiarse pronto. No sólo la ropa mojada se le adhiere al cuerpo, también las manos sienten afición por su rostro, se sienta con los codos sobre la mesa y se cubre la cara imaginando las lágrimas que se derraman.

Ese mismo día el sol continúa su viaje en el firmamento, para él no hay tiempo más que el propio, en su andar egocéntrico se ve a sí mismo y alumbra justo a tiempo, con ocho minutos de distancia de esa pequeña roca llena de seres diversos. Él deshace toda percepción de sombra cuando quiere, con puntualidad inglesa. Justo a esa hora, Nere recibe una llamada mientras camina rumbo a la escuela, se cubre los ojos con la mano y responde al teléfono. Escucha una voz contundente que la invita a una reunión, tan parecida la voz a la de la comadre, pero con otro tono, como si las raíces de las montañas hablaran. Al afirmar rápidamente y tomar nota mental de la dirección advierte que debe colgar el teléfono pues ve a la distancia a un hombre desconocido que viene en su dirección y le asusta. Doblar la esquina y redoblar el paso es lo que hace, tres cuadras después de haber desviado su camino se percata de que no la siguen, que fue un sobresalto de esos que tiene todos los días por el hecho de ser una mujer sola, caminando en esta colonia, a plena luz del día.

El único lugar donde se está un poco más calmada es en la casa, al abrigo de la nostalgia que adorna las cuatro paredes, y donde sabe que detrás de una puerta encontrará a sus chamacos haciendo la tarea o viendo la tele. Ahí no penetran desconocidos y ahora que ya regresó puede estar en mayor contacto con sus emociones, ahí, recuerda con calma la llamada de unas horas antes y piensa nuevamente en la fuerza que emanaba de la voz al otro lado del teléfono. Nere se siente minúscula, pequeñita, dentro de su caja de cerillos que hace de habitación, ahí la seguridad que le genera está oscureciendo su entorno y no sabe si seguirá empequeñeciendo todo. Piensa sentada en su cama que tal vez podría ir a esa reunión y estar con otras personas que, como ella, está cargando con al menos una ausencia.

La noche llegó y se fue. La mañana del día 534 fue totalmente diferente, una montaña, la manada rastreadora y un gasterópodo la habían convencido de caminar a su lado desde muy temprano. Nere hoy se lavó la cara y fluyó como cascada, no solo el espejo condensaba sus emociones, sino que ella las abrazó, se guardó la caja de cerillos en la bolsa y susurró su nombre, y aunque sólo ella lo escuchó se dio cuenta que la vida brotó a través de su aliento. Nombrarlo es dar el primer paso para que aparezca y su recuerdo no se diluya en el océano de la nostalgia. Una camioneta se detuvo en la puerta de su casa, les pidió a sus chamacos que se cuidaran mucho hoy porque ella tenía trabajo, les besó la frente a cada uno y los abrazó con cariño. La comadre también la acompañaba, al hacerse cargo de sus dos amores que hoy se iban sorprendidos a la escuela.

Al bajarse le dieron una pala, escuchó risas que hace semanas no apreciaba y sonrió detrás de su cubrebocas, al andar por la brechita decidió alcanzar a La Jefa, que iba al frente del grupo pateando una piedrita. Le preguntó de dónde salían las risas cuando iban de búsqueda, ella le contestó que del mismo lugar de donde les brotaba la vida y que la compañía les había permitido seguir caminando, que era su forma de prender una vela en la larga espera.

Un pequeño caracol y una piedrita que había aterrizado junto a él observaban a las rastreadoras. Ellas enterraban sus herramientas, olfateaban y seguían rascando la tierra. La piedrita sorprendida le preguntó al caracol ¿llegaste con ellas? ¿qué es lo que están haciendo? La respuesta del caracol fue lenta y ceremoniosa «están sembrando esperanza al destazar la tierra pues buscan algo que perdieron y que es parte de ellas». Pensativa, el minúsculo guijarro se quedó reflexionando en cómo romper es parte de crear y también que las montañas que la llevaron hasta ahí habían dejado otro tipo de huella diferente a la humana.

Cuando el sol está en el cenit descansan y se retiran, parece que fue una salida sin hallazgos y la piedrita sorprendida pregunta al gasterópodo si ya parten, quien andando el camino de vuelta le contesta a la espalda que no todas las semillas germinan, pero no por eso se deja de sembrar.

De vuelta rumbo a la camioneta, La Jefa le cuenta que hay días así, cuando el cansancio ayuda a que su cuerpo de alguna manera se relaje y piensen con mayor claridad. Le abraza antes de soltar las herramientas y Nere se percata que son los primeros abrazos que recibe en mucho tiempo, de unas casi desconocidas y reconoce que no fueron pocas las muestras de afecto que recibió mientras trabajaban. Al bajarse exhausta en casa escucha las últimas palabras de La Jefa, le pide que trate de no solo contar los días por los números y sumarle uno a la ausencia, sino que al mirarse al espejo por la mañana visualice que detrás de ella hay una veladora encendida por cada día que ha pasado pues cada una de esas veladoras le recordará que la esperanza es lo que le alimenta el alma.

535 luces, Nere amanece un día más frente al espejo del baño.

Rulo Zetaka.

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